martes, 9 de enero de 2018

Vagando por la Historia: Elisabeth de Austria-Hungría


La Emperatriz Sissi es una de las figuras históricas más famosas de todos los tiempos. Creo que no hay nadie en este mundo que no conozca, aunque sea de oídas o por las películas que de ella se han rodado, a la Emperatriz Sissi de Austria-Hungría. Amada por unos, denostada por otros, pero una mujer extraordinaria en todos los sentidos. Para muchos no es secreto que era una obsesa del ejercicio y que muy probablemente padecía anorexia. Otros, en cambio, ha preferido verla como una princesita dulce y vulnerable con un destino romántico y almibarado. El mundo no estaba preparado para comprender a una mujer tan notable como Sissi, y quizá por eso (muy a pesar de los deseos de la propia Emperatriz) le fue imposible pasar desapercibida por la Historia.





Elisabeth Amalia Eugenia de Wittelsbach había nacido en Munich la noche de Navidad de 1837. Fue la tercera de los nueve hijos del matrimonio formado por Ludovica de Baviera y el duque Maximilian de Wittelsbach. La dinastía de los Wittelsbach era una de las más antiguas de Europa, puesto que reinaron ininterrumpidamente en Baviera desde el siglo XII hasta 1918. Sin embargo, muchos de los miembros de esta legendaria dinastía tuvieron comportamientos extraños que muchos consideraban propios de la genialidad o de la demencia.

Con todo, fue una niña muy feliz. La infancia de la pequeña Sissi, como la conocían en la familia, se repartió entre el palacio familiar de la Ludwigstrasse y el castillo de Possenhofen, a orillas del lago Starnberg, un lugar que para ella acabaría convirtiéndose en una especie de refugio donde volver a recordar los días de su niñez.

A pesar de que los Wittelsbach podían presumir de rancio abolengo, lo cierto es que la educación de los miembros de la familia distaba mucho de la elaborada etiqueta de la corte imperial. Sissi creció entre los bosques que rodeaban el castillo de Possenhofen, rodeada de perros y caballos, correteando por los campos y vistiendo al uso campesino. Ludovica, su madre, siempre fue una mujer cariñosa y atenta a las necesidades de sus hijos; y Max, su padre, fue un hombre de ideología liberal al que le encantaba estudiar a los clásicos, interpretar música y charlar sobre literatura, astrología y botánica. De él heredó Elisabeth su pasión por los clásicos, en especial Homero, pero también por la poesía de Heine, lo que la llevaría años más tarde a componer sus propios poemas.

Sin embargo, aunque la infancia de Elisabeth fue sana y feliz, hay que reconocer que su formación no era la más adecuada para la mujer que iba a convertirse en la esposa del Emperador de Austria. Pero, en su defensa, hay que matizar que tal papel no le estaba destinado en un principio. La archiduquesa Sofía, madre del Emperador Francisco José I, era hermana de Ludovica y entre ambas pactaron una entrevista entre Francisco José y la amable y elegante Helena, hermana de Sissi, con la esperanza de que ambos primos se conocieran y formalizaran su compromiso, quedando así asegurada la continuidad de la dinastía. Pero en el viaje a Ischl también las acompañó Elisabeth, que por entonces solo contaba quince años, y su enorme encanto cautivó por completo al Emperador.

La extraordinaria belleza de Elisabeth de Wittelsbach pasó a la historia y se convirtió en parte de su leyenda. A pesar de que apenas había traspasado el umbral de la adolescencia, Elisabeth era esbelta, con un rostro ovalado perfecto, una larguísima y espléndida cabellera, y dueña de unos expresivos ojos entre castaños y verdes. Pero fue sobre todo su naturalidad lo que la hizo sobresalir entre las demás damas de la corte a las que Francisco José estaba acostumbrado.

El joven Emperador de Austria estaba considerado uno de los mejores partidos de su época, no solo por su posición sino también por la larga lista de virtudes que acumulaba en su haber. A pesar de no tener más que veintitrés años, era un hombre disciplinado, trabajador, honesto y muy respetuoso con el legado recibido de sus antepasados. Además, era muy apuesto, de cabello castaño, ojos azules y unos modales exquisitos. Carecía, eso sí, de intereses intelectuales y artísticos, y tampoco destacaba por tener una imaginación demasiado fértil. Pero con Elisabeth siempre fue, ante todo, un hombre enamorado.

A nuestros tiempos ha llegado la historia del legendario amor que existió entre Sissi y Francisco José y, aunque es cierto que hubo un tiempo en el que se puede afirmar que fue un matrimonio feliz y bien avenido, es posible que al principio no fuese del todo así. Algunos biógrafos de la Emperatriz aseguran que Sissi aceptó la proposición de Francisco José porque sabía que él no aceptaría una negativa. Además, como mujer inteligente que era, sabía que sus caracteres tan dispares y la falta de intereses comunes sería una brecha que la mantendría eternamente separada de su prometido. Incluso el entorno del Emperador, empezando por su propia madre, intentó hacerle desistir de su propósito. Todo fue inútil. Francisco José había tomado su decisión y no había fuerza en el mundo capaz de hacerle cambiar de idea. El 24 de abril de 1854, una vez el Pontificado otorgó la oportuna dispensa, se celebró el enlace que convertiría a Elisabeth en Emperatriz de Austria.




La muchacha no tardó mucho en descubrir que tal vez había cometido el mayor error de su vida al casarse con Francisco José. La familia imperial poco o nada tenía que ver con el estilo de vida hogareño y ruidoso que ella había conocido en su infancia. La etiqueta cortesana era tan rígida que hacía imposible cualquier comportamiento espontáneo y, lo que era aún peor, privaba a la familia imperial de todo tipo de intimidad. Todos los detalles de la vida de Sissi, por nimios que fueran, estaban perfectamente medidos al milímetro. Elisabeth debía estar acompañada las veinticuatro horas del día, e incluso algunas de sus damas tenían autorización para irrumpir en sus habitaciones sin ser anunciadas. Además, las damas que le habían sido asignadas eran mujeres de una cierta edad, conservadoras, frívolas y no compartían ninguna de las aficiones que Elisabeth adoraba, como su pasión por los caballos. Por lo tanto, no es de extrañar que la joven Emperatriz se sintiera completamente aislada en un entorno y con una gente que la admiraba y adulaba, pero que no la comprendía en absoluto.

Un año después de la boda, Elisabeth dio a luz a su primera hija, bautizada con el nombre de Sofía en honor a su abuela paterna, aunque es muy probable que Elisabeth nunca quisiera hacerle ese honor. De todos es sabido que la archiduquesa Sofía, de carácter férreo e intransigente, nunca aceptó de buen grado el matrimonio de su hijo. Trataba a Elisabeth como si fuera una niña malcriada y una eterna menor de edad a la que había que educar con mano de hierro. Sofía tampoco la consideraba capaz de ocuparse de la educación de su hija, por lo que no tardó en entrometerse y hacer que instalaran a la niña en su ala de palacio. De nada sirvieron las protestas de Elisabeth, ni siquiera ante su marido; Francisco José, completamente dominado por su madre, no fue capaz de defender a su mujer y darle el lugar que le correspondía como madre de la pequeña Sofía. La historia volvió a repetirse un año después, cuando nació la princesa Gisela, aunque esta vez Elisabeth consiguió que trasladaran a sus hijas a sus habitaciones.

Sin embargo, en 1857 llegó la primera desgracia. Francisco José y Elisabeth debían viajar a Hungría, donde se esperaba que pasaran una larga estancia. La archiduquesa Sofía hizo todo cuanto pudo para quedarse a cargo de sus nietas, ya que no consideraba apropiado para ellas que pasaran tanto tiempo en ese territorio húngaro que tanto despreciaba. Pero Sissi insistió en llevar a las niñas. Estaba convencida de que la mejor educación para cualquier niño, fuese éste de alta cuna o no, estaba en la compañía y el amor que le dedicaban sus padres. Además, no estaba dispuesta a permitir que su suegra volviera a intrigar para separarla de sus hijas, por lo que se negó a ceder.

Por desgracia, la insalubridad de algunas regiones húngaras propició la presencia de varias enfermedades, y ambas princesas contrajeron una fuerte disentería. Gisela se recuperó, pero no así la pequeña Sofía, que murió en Budapest con tan solo dos años. Elisabeth quedó completamente devastada ante aquella tragedia. La tristeza y el fuerte sentimiento de culpabilidad que la oprimían la llevaron a caer en una fuerte depresión de la que le costó mucho recuperarse. Ni siquiera el nacimiento de su hijo Rodolfo un año después consiguió arrancarle la creencia de que sería una pésima influencia para él, de modo que claudicó y dejó que la archiduquesa Sofía se hiciera cargo de Gisela y Rodolfo.

Empezó así uno de los mayores calvarios de la Emperatriz de Austria. El enfrentamiento con su suegra, la muerte de su hija y el distanciamiento de Francisco José, sumado a una total falta de autoestima que la llevó a creer que acarreaba la desgracia a sus allegados, la hicieron enfermar. Elisabeth perdió el apetito y empezó a adelgazar, tosía, tenía accesos de fiebre. Sentía la necesidad de alejarse de Viena y del feroz escrutinio de la archiduquesa Sofía para poder encontrarse a sí misma. Por prescripción  médica, Elisabeth hubo de ausentarse de la corte y emprendió largos viajes que la llevarían primero a Madeira y luego a Corfú, donde su alma halló el reposo que tanto necesitaba. Cuando regresó de su último viaje, en 1862, su carácter se había templado y no vaciló en dejar clara su postura: Acataría la etiqueta cortesana solo cuando fuera estrictamente necesario pero, además, tendría su propio espacio y absoluta libertad para alejarse de Viena siempre que fuera necesario.

Su otra gran victoria vendría poco después y el gran beneficiado sería el príncipe Rodolfo. El pequeño, tan sensible, nervioso e impresionable como su madre, creció bajo la tutela de su abuela hasta que, a los seis años, se decidió que había llegado la hora de darle la educación viril que se suponía propia del futuro emperador de Austria. Se le apartó de su hermana y se le instaló en un pabellón donde quedó a merced del general Gondrecourt, un curtido militar que sometió al niño a todo tipo de barbaridades. Entre otras lindezas, le hacía tomar duchas heladas, lo obligaba a entrenar bajo la nieve o irrumpía en su habitación sin previo aviso disparando al aire. Este método educativo, lejos de endurecer al niño, lo que consiguió fue provocarle ataques de ansiedad y severas crisis de angustia que hicieron temer por su salud. Esta vez, Elisabeth no se calló y amenazó con abandonar la corte definitivamente si no se cesaba al preceptor y se le permitía a ella hacerse cargo de la educación de sus hijos. Fue tal su determinación que Francisco José no tuvo más remedio que aceptar, a pesar de la oposición de su madre, y a partir de entonces la vida de los príncipes cambió por completo. Para Rodolfo fue el inicio de la etapa más feliz de su existencia. Gracias a la labor de sus profesores de griego, filosofía, humanidades y ciencias, el pequeño no tardó en desarrollar unas grandes capacidades intelectuales que le llevaron a conseguir el doctorado honoris causa en ornitología por la Universidad de Viena.




Mientras tanto, Elisabeth siguió adelante con su propia vida y decidió por iniciativa propia empezar a estudiar húngaro. La simpatía que la Emperatriz profesaba a Hungría era bien conocida por todos los que la rodeaban, y le acarreó no pocos problemas en la corte vienesa. Enamorada del país y de su cultura, Elisabeth contrató los servicios de Ida Ferenczy, una joven húngara que se convirtió en su mejor amiga. A través de ella conoció a Gyula Andrássy, coronel del ejército magiar, con el que mantuvo una amistad tan cordial que no escapó a la maledicencia cortesana por considerarla una relación con tintes amorosos. Dejando de lado los rumores, lo que no admite réplica es que Elisabeth siempre fue un fiel apoyo para la causa húngara y es muy posible que ayudara a que se establecieran las negociaciones para unir ambos estados bajo una sola Corona. En 1867, Francisco José y Elisabeth fueron coronados reyes constitucionales de Hungría y recibieron como donación el castillo de Gödöllö, donde nacería un año después la última hija del matrimonio, la archiduquesa María Valeria.

Pero la desgracia volvería a azotar la vida de Elisabeth, esta vez de manera irreversible, en 1889 con la muerte de su hijo Rodolfo. Lo cierto es que Elisabeth sabía desde hacía tiempo que su hijo no se encontraba bien. Consumido por un matrimonio con una mujer a la que no amaba y aquejado por una enfermedad venérea que le provocaba grandes dolores y lo había vuelto adicto a la morfina, el carácter del príncipe Rodolfo se había vuelto difícil e imprevisible. Sus frecuentes crisis de angustia, producto quizá de una neurosis depresiva, fueron las que le llevaron a pactar un suicidio junto con su amante, María Vetsera, en el pabellón de Mayerling, donde el príncipe de Coburgo y algunos amigos encontraron los dos cadáveres al día siguiente.

Tras la muerte de su hijo, Sissi se convirtió en una sombra. Emprendió una huida incesante de cualquier tipo de convencionalismo que hubiera podido llevar a su hijo a la muerte y se retiró a descansar a Wiesbaden. Nunca más volvió a vestir de color. Envuelta en lutos perpetuos, viajó frenéticamente sin rumbo alguno, siempre escondida tras un seudónimo, con la esperanza de pasar desapercibida ante el mundo. Solo hizo una breve concesión en 1890 asistiendo al enlace de su hija María Valeria, tras el cual volvió su interminable peregrinar lejos de la corte.

El 10 de septiembre de 1898, hallándose Elisabeth en Ginebra a la espera de alcanzar el ferry que habría de llevarla a Montreux, el anarquista Luigi Luccheni la reconoció y la apuñaló con un estilete. Elisabeth apenas sintió una leve molestia cuando esto ocurrió, pero no tardó en caer desvanecida. Poco después, murió. A pesar de que su deseo había sido ser enterrada junto al mar en Ítaca o Corfú, su condición de Emperatriz de Austria-Hungría la obligaba a ser sepultada en la cripta de los Capuchinos en Viena, donde reposa en la actualidad.


lunes, 1 de enero de 2018

La Leyenda del mes: Las conchas de Santiago


¡Hola a todos!

¡Y bienvenidos al año 2018! ¿Qué tal lo estáis pasando en estas fiestas navideñas? Espero que muy bien, dando la bienvenida al año al lado de vuestras familias y en compañía de todos vuestros seres queridos. Si habéis tenido que trabajar durante las fiestas, como ha sido mi caso, espero que hayáis tenido tiempo para poder disfrutar de un merecido descanso antes de volver al tajo.

En cuanto a mí, pues qué decir: Me encuentro muy bien, tengo más ganas que nunca de sacar adelante todos mis proyectos y deseo con todas mis fuerzas que este año sea propicio para mí. Me gustaría tener más tiempo para poder dedicárselo a mi novela, pero el trabajo no perdona y he de arañar todas las horas que pueda a mis cada vez más cortos días. Y luego está el blog, que no quisiera descuidar aunque escriba cada vez con menos asiduidad. No sé si habrá cambios en el contenido del blog este año o si trataré más o menos los mismos asuntos, pero espero poder leer vuestros comentarios si decidís dejármelos en los posts, ^^*

Para empezar el año como es costumbre, os voy a dejar la entrada dedicada al calendario. Y este año he decidido dedicarle el calendario a mi tierra, Galicia. O, más concretamente, a sus leyendas populares. En Galicia somos muy conocidos por tener cuentos, relatos y leyendas que se remontan a la época de nuestros antepasados celtas, aunque también las hadas y las almas de los difuntos pueden protagonizar leyendas de corte más fantástico o misterioso. Sea como sea, he decidido recopilar para vosotros doce leyendas que a mí, personalmente, son las que más me han gustado.

Así pues, no os entretengo más y dejo que leáis la leyenda que narra el origen de las conchas que los peregrinos que van a Santiago de Compostela lucen en sus atuendos.


Las conchas de Santiago




Cuenta la leyenda que, cuando fue degollado el apóstol Santiago, algunos de los discípulos que lo habían acompañado a Jerusalén recogieron su cuerpo, lo metieron en una barca y se hicieron a la mar rumbo a la Península Ibérica.

Navegando ya por la costa gallega, en un lugar llamado Bouzas, se percataron de que se estaba celebrando allí una gran fiesta con motivo del casamiento del hijo de un hombre de tierras de Gaia, en la ribera del Duero, con la hija de otro rico señor de la Maía, que tenía sus tierras y vasallos en Bouzas.

El ambiente de la fiesta era de gran alegría, y todos participaban de la algarabía general recitando romances, cantando cantigas, tocando cítaras, violas, gaitas y panderos. Algunos señores a caballo jugaban a bafordar, que es un juego consistente en arrojar la lanza al aire y galopar para recogerla en el aire antes de que toque el suelo.

Entre estos señores estaba el novio, y sucedió que cuando el joven estaba a punto de coger la lanza que caía del aire, su caballo dio un salto, se metió en el mar y se sumergió. Todos se quedaron horrorizados al ver cómo hombre y caballo desaparecían entre las olas. El único rastro que había quedado de ellos era una fina estela de espuma que se adentraba en el mar hasta la barca en la que navegaban los guardianes del cuerpo del Apóstol. Pero entonces se hizo el milagro, y el caballo emergió de nuevo de las aguas con el joven a lomos, allí mismo al lado de la barca.

El joven, aún aturdido, se miró a sí mismo y a su caballo y se dio cuenta de que ambos estaban cubiertos de vieiras; incluso halló varios de estos moluscos bajo su sombrero. Y supo así que había viajado por debajo del mar sin sufrir daño alguno y ahora su caballo caminaba por encima de las aguas igual que si estuviese en tierra.

Ante semejante prodigio, y sin saber por qué tal cosa le sucedía a él, vio a su lado la barca y a quienes viajaban en ella. Y, por alguna razón, se sintió tranquilo, feliz y reconfortado. Tras contarles lo que le había pasado, les mostró las vieiras que lo cubrían y les preguntó qué significado tenía todo aquello.

Ellos le respondieron:

—Verdaderamente, Dios quiere elevarte y Jesucristo, por este su vasallo que aquí traemos nosotros en esta barca, ha querido mostrar por él Su poder a ti y a todos los que ahora son vivos y a los que después habrán de venir, que en este su vasallo quisieren amar y servir y que lo vengan a buscar allí donde él sea enterrado, y que deben traer conchas como esas de que tú has sido «conchado», como señal y sello de privilegio.

Después sopló el viento, las velas se hincharon y la barca partió rumbo a las playas, donde más tarde deberían depositar en tierra el cuerpo de Santiago el Mayor. En cuanto al joven caballero, regresó a tierra cabalgando sobre las olas, donde fue recibido con gran contento por todos los invitados de su boda.

Y desde entonces, todo peregrino que debiera ir hacia Compostela, donde descansan los restos del Apóstol, tendría que lucir como prueba de su peregrinar la concha de vieira en su sombrero y en la esclavina del sayal.