viernes, 8 de abril de 2016

Amores trágicos de la Historia


El amor nunca muere. Eso dicen los códigos del amor, los poetas románticos y los seductores empedernidos, pero muchas veces esto no es cierto. En ocasiones, el amor aparece en la vida de dos personas y les otorga una felicidad tan grande que asusta, que da miedo, pues tendemos a creer que no merecemos sentir tanta felicidad al lado de otra persona. Y qué terrible es cuando por culpa de la fatalidad o de la maldad de otros, esa felicidad se ve truncada con la muerte de aquella persona que más amamos.

Las crónicas nos han dejado para la posteridad muchas historias de amor, unas felices y otras trágicas. Llama la atención, no obstante, que sean las historias tristes las que hayan tenido un mayor arraigo en la memoria popular. Historias de separaciones forzosas, de familias enfrentadas y de venganzas terribles que, no obstante, no han conseguido manchar el recuerdo del amor de aquellos que tuvieron que sufrir la inquina de los que se oponían a su relación.

Hoy os voy a hablar un poco de tres parejas en las que el amor y la desgracia aparecieron cogidos de la mano en sus vidas. Desde luego, hay más parejas en la Historia que han vivido amores semejantes, e incluso en otros artículos míos encontraréis algo sobre ellas. Pero estas tres son las que a mí siempre me han llamado más la atención por lo trágico de sus finales.



Alfonso XII de Borbón y María de las Mercedes de Orleáns





"¿Dónde vas, Alfonso XII? 
¿Dónde vas, triste de ti? 
Voy en busca de Mercedes, 
que ayer tarde no la vi". 

Comienza así una famosa canción que habla de una de las historias de amor más famosas y trágicas de la realeza española. Su breve romance fue como un cuento que acaba mal, un cuento en el que el hermoso final "y vivieron felices y comieron perdices" no se cumplió y terminó de la manera más triste.

Alfonso de Borbón era hijo de la reina Isabel II y, oficialmente, de su esposo don Francisco de Asís de Borbón; sin embargo, parece ser que la paternidad del futuro rey de España habría que atribuírsela al capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó, apuesto militar perteneciente a una familia de la aristocracia valenciana y cuyos amoríos con la reina fueron bien conocidos. Por otra parte, María de las Mercedes era hija de la infanta Luisa Fernanda, hermana de la reina Isabel II, y de Antonio de Orleáns, Duque de Montpensier. Es decir, que los tiernos enamorados eran primos hermanos.

Alfonso y María de las Mercedes se conocieron en 1872, a una edad muy temprana. Él tenía unos quince años y acababa de trasladarse a Viena, donde había empezado sus estudios; ella, en cambio, era una alegre y risueña niña de doce años con un encanto tal que era muy querida por todos los que la conocían. Sin embargo, a pesar de su juventud, los dos sintieron una atracción mutua que habría de resistir incluso la forzosa separación, pues aún tendrían que pasar algunos años de distancia y conflictos familiares hasta que por fin se unieron en matrimonio.

En 1874 se produjo la Restauración monárquica en España en la persona de Alfonso XII. Nombrado rey, no tardó en iniciar los trámites necesarios para llevar al altar a su novia y prometida María de las Mercedes. Pero la reina Isabel II se oponía al enlace, ya que creía que ese matrimonio favorecería los proyectos políticos de su cuñado y enemigo, el Duque de Montpensier, quien había conspirado contra el trono e incluso había propiciado que la enviaran al exilio. A tal extremo llegó su oposición que la reina no acudió a la boda de su hijo, que se celebró en 1878.

María de las Mercedes se convirtió en una de las reinas más amadas de la historia de España, y no sólo por su marido sino también por el pueblo. Sin embargo, la felicidad de los cónyuges duró muy poco tiempo. Cinco meses después del enlace, María de las Mercedes empezó a mostrar signos de debilidad. Al principio se creyó que podría tratarse de un embarazo, pero el penoso estado de la reina hizo pensar que tal vez había abortado y no se había repuesto de tan terrible trastorno. Sin embargo, pronto se supo que no era un aborto, sino el tifus, el que había minado sin remedio la salud de la joven reina, que falleció a los dieciocho años.

Alfonso XII quedó completamente desolado tras la muerte de su amada esposa. Se refugió en el segoviano palacio de Riofrío mientras los restos de María de las Mercedes permanecían en una capilla en El Escorial, pues al no haber tenido descendencia no podía ser enterrada en el panteón real. Años después, en el 2000, sus restos fueron trasladados a la Catedral de la Almudena.

Su tumba reza: MARIA DE LAS MERCEDES DE ALFONSO XII LA DULCISIMA ESPOSA



Francisco I de Médici y Bianca Cappello





Francisco de Médici fue el hijo mayor de Cosme I de Médici, gran duque de la Toscana, y de su esposa Leonor Álvarez de Toledo, hija del virrey de Nápoles Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga. Aunque su educación tenía como objetivo prepararle para suceder a su padre como gran duque, lo cierto es que Francisco tenía más interés en las ciencias que en la política; inició la construcción de un estudio de cuadros y oficios en el interior del Palazzo Vecchio, lugar que llenó con sus obras de arte preferidas. También amplió y embelleció la Villa Médici a fin de guardar allí su espléndida colección de esculturas clásicas.

Su devoción por el arte, la investigación, la alquimia y la arquitectura traía de cabeza a su familia, sobre todo a su hermano, el cardenal Fernando de Médici, quien no cesaba de sermonear a su hermano mayor acerca de su falta de interés por los asuntos políticos y, en especial, la prosperidad de su familia. Fue precisamente para favorecer los intereses de la familia Médici que Francisco se vio obligado a casarse en 1565 con Juana de Habsburgo-Jagellón, por quien Francisco no sentía el menor afecto. Sin embargo, un día mientras paseaba, Francisco descubrió a una joven asomada a una de las ventanas de la casa de los Bonaventuri, y nada más verla se enamoró de ella. Esta joven era la hermosa Bianca Cappello.

Bianca Cappello pertenecía a una noble familia veneciana. Con tan sólo quince años, se quedó prendada de Pietro Bonaventuri, un colaborador del banco de los Salviati, con quien se fugó en un arrebato  de pasión adolescente. Aunque sus padres nunca aprobaron su relación con Bonaventuri por considerarlo un mal partido para ella, el matrimonio al fin se llevó a cabo. Pero poco habría de durar la felicidad de Bianca, pues su reciente esposo no tardó en perder el interés y la pasión por ella. Frustrada, Bianca pasaba gran parte del día encerrada en la casa de sus suegros... hasta que conoció a Francisco de Médici.

La relación entre ambos fue motivo de rumores y cotilleos desde sus inicios. Francisco sedujo a Bianca sin escrúpulo alguno ante su mujer y el marido de Bianca, dándole todo tipo de regalos, joyas, vestidos y llegando incluso a exhibirla ante la corte ducal, acallando al marido cornudo con un puesto de empleado del Gran Ducado. Además, le ofreció a Bianca una residencia muy cerca del Palazzo Pitti, para poder visitarla siempre que quisiera.

El asunto empeoró cuando en 1572, Pietro Bonaventuri fue asesinado en misteriosas circunstancias. Aunque lo más probable era que tuviera enemigos que quisieran verle muerto, las sospechas recayeron sobre Francisco de Médici, pues sin duda era el más beneficiado por la extraña muerte del marido de su amante. Pero pronto habría de aparecer un nuevo imprevisto para Bianca Cappello: En 1577, Juana de Habsburgo le dio a su esposo un hijo varón, al que bautizaron con el nombre de Filippo. Sin embargo, este niño moriría muy pronto y todo volvería a ser como antes. Los Médici y, sobre todo, Juana de Habsburgo odiaban a Bianca Cappello y no paraban de divulgar todo tipo de rumores sobre ella para desacreditarla.

Pero el peor enemigo de la pareja era Fernando de Médici, el hermano menor de Francisco. Bianca sabía que, sin un heredero varón, si algo le pasara a Francisco, su hermano sería el nuevo gran duque y ella sería expulsada de la corte sin contemplaciones. Y la situación se hizo más grave cuando en 1578, tras la muerte de Juana de Habsburgo por un mal parto, Francisco de Médici se casó con Bianca Cappello.

La felicidad de los esposos no duró demasiado. En 1587, Bianca organizó un encuentro entre su esposo Francisco y su cuñado Fernando en la villa rústica de Poggio a Caiano, con la intención de que ambos hermanos hablaran y se reconciliaran tras un día de caza. Todo salió a pedir de boca, pues ya durante la cena se vieron señales de un acercamiento entre los hermanos. Sin embargo, Francisco empezó a sentirse mal y a sufrir fiebre acompañada de delirios. Y todavía más extraño fue que Bianca enfermara del mismo mal y que ambos murieran con apenas unas horas de diferencia tras once días de agonía. ¿Qué había ocurrido? Se cree que pudieron haber contraído malaria pero la virulencia con la que el mal se presentó hizo levantar sospechas acerca de un posible envenenamiento por arsénico.

Fuera lo que fuera, el caso es que aquel matrimonio quedó repentinamente truncado en el momento en que a Fernando de Médici más le convenía. Pocos días después del funeral de su hermano, Fernando abandonó el clero y fue nombrado Gran Duque de la Toscana.



Lucrecia Borgia y Alfonso de Aragón





El apellido Borgia es sinónimo de las peores facetas del ser humano. Pasaron a la historia como paradigma de la ambición, la traición, el asesinato, el veneno y el incesto; no se puede decir que todo esto fuese cierto, pero los Borgia dieron en su época motivos más que suficientes para generar todo tipo de habladurías y forjar una leyenda negra que les acompañaría a lo largo de los siglos. Bien es cierto que el Papa Alejandro VI y su hijo César Borgia fueron unos conspiradores y asesinos natos, pero gran parte de los delitos de los que fueron culpables mancharon también el nombre de la única mujer de la familia y que muy probablemente fuese inocente de los crímenes que se le achacaron: Lucrecia Borgia.

La figura histórica de Lucrecia Borgia está teñida de prejuicios y tintes novelescos. Es muy poco lo que se conoce de ella, por lo que la veracidad de las historias más truculentas que la acusan de haber mantenido relaciones incestuosas con su padre y su hermano es más que dudosa, al igual que su participación en cuantiosos asesinatos y envenenamientos de rivales políticos de su familia. Lo cierto es que Lucrecia no fue muy distinta de otras mujeres de su época, que vivían sometidas a la autoridad del cabeza de familia y no tenían más opción que aceptar lo que otros dispusieran sobre ellas. Su padre concertó su primer matrimonio con Giovanni Sforza, cuando ella sólo tenía trece años. Cuando el panorama político cambió y la alianza con los Sforza dejó de tener sentido para los Borgia, Giovanni Sforza creyó que su vida peligraba, y si no murió asesinado fue gracias a Lucrecia, de quien se dice que le salvó la vida advirtiéndole de lo que tramaban su padre y su hermano a sus espaldas. Al ver que ya era imposible librarse de Giovanni, el Papa promulgó una bula por la que se reconocía que Lucrecia y Giovanni Sforza nunca habían compartido lecho porque él era impotente, motivo más que suficiente para que se pudieran divorciar.

Tras muchas discusiones diplomáticas, un día se le anunció a Lucrecia que debía volver a casarse. El candidato elegido era Alfonso de Aragón, Duque de Bisceglie e hijo ilegítimo del rey de Nápoles Alfonso II. Era otro matrimonio pactado, pero la reacción de Lucrecia al ver a Alfonso se ha descrito como ese milagroso e irresistible fenómeno conocido como "amor a primera vista". Alfonso era un joven muy apuesto y, además, era una persona noble como tal vez debió serlo Lucrecia. Las crónicas describieron su repentino amor con la palabra fulmen, que en latín significa "rayo". El matrimonio político dio un giro y pasó a convertirse en un matrimonio por amor, y el deleite que mostró la joven pareja respectivamente fue la comidilla de toda Roma. En seis meses, Lucrecia anunció que estaba embarazada pero, por desgracia, perdió el bebé tras una caída mientras daba un paseo. Sin embargo, no tardó en volver a quedarse embarazada y esta vez sí dio a luz felizmente a un niño: Rodrigo Borgia. La dicha de la joven pareja no parecía tener fin.

Pero un día, Lucrecia recibió noticias terribles de su padre. El Papa había arreglado un matrimonio para César Borgia con una princesa francesa, y esa alianza estaba en conflicto con la que se había efectuado con el matrimonio de ella y Alfonso. Los lazos con la familia de Nápoles ahora debían romperse. En el año 1500, después de cenar en sus aposentos, Alfonso salió a dar un paseo nocturno junto a algunos de sus hombres y sufrió un ataque brutal por lo que parecía ser un grupo de mendigos o peregrinos. Recibió cortes profundos alrededor del cuello y los hombros, y la ropa quedó bañada en su propia sangre. Su cuerpo agonizante fue trasladado al interior del Vaticano, con pocas esperanzas de que sobreviviera a aquella noche. Lucrecia se desmayó al verle.

Desde aquel momento, lo único que importó fue salvar la vida de Alfonso. Lucrecia se encargó de cuidarle personalmente y, en su ausencia, fue Sancha de Aragón, la hermana de Alfonso, quien le atendió. El Papa Alejandro VI dispuso que hubiese guardias apostados junto a la habitación del herido las veinticuatro horas del día. Poco a poco, Alfonso empezó a mostrar signos de recuperación. Pero seis semanas después del ataque, Lucrecia fue embaucada para que saliera de la habitación de Alfonso, momento que un sicario de César Borgia aprovechó para colarse en la habitación del príncipe y estrangularle.

El dolor de Lucrecia al conocer la noticia de la muerte de su esposo fue indescriptible, pero las exigencias de su familia la obligaron a escoger la sangre por encima del matrimonio y tolerar la tragedia lo mejor que supiera. Por desgracia para ella, mientras su padre y su hermano vivieran nunca sería más que un peón en sus manos. Fue utilizada una vez más para entablar una alianza con los D'Este de Ferrara por medio de un matrimonio con el hijo del duque, llamado también Alfonso, por quien nunca sintió el menor aprecio.


6 comentarios:

  1. Historias tristísimas. Las conocía todas, y todas son para llorar. Creo que eran tan populares en el imaginario social porque el amor trágico que muere en plena floración se conserva perfecto y sin mácula para siempre. Los amores hasta la vejez son igualmente auténticos pero menos glamourosos, porque los amantes pierden la belleza y la pasión de la juventud, y aunque siempre vivan juntos, les toca vivir también la parte menos glamourosa del amor: el día a día, la rutina, las discusiones, la crianza de los hijos... todas esas cosas que viven todas las parejas, existosas o no, y que "humanizan" el amor y lo ponen al nivel de la realidad. En cambio, los amores que mueren en pleno apogeo de la pasión son como un insecto cristalizado en ámbar: se preservan intactos y jóvenes para siempre.

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    1. Yo creo que el aporte de tragedia también hace mucho a la hora de hacer que un amor sea recordado. Me da la sensación de que una pareja en plena vejez también podría suscitar la misma popularidad si se le da un componente trágico. Por ejemplo, se me ocurre la historia de una pareja anciana de religión judía que hubiera sido separada por los nazis (es un ejemplo que me acabo de inventar, pero para ilustrar el caso sirve). Si su historia estuviera escrita en un libro, ¿no nos daría pena ese amor de tantos años truncado por las circunstancias? A mí me llegaría al alma imaginarme a esos pobres ancianos que se quieren y que no pueden estar juntos hasta el final de sus días, como era su deseo. Pero tienes razón en eso de que los amores en plena juventud calan con más fuerza. Si Romeo y Julieta llegaran a viejos, no creo que tuvieran la mitad de fans que siguen teniendo a día de hoy!

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    2. En el fondo, creo que todo esto se debe a una tendencia pesimista, ¿no te parece? Como si la gente creyera que el único amor que permanece perfecto para siempre es el que muere en su máxima plenitud, antes de marchitarse. Un poco como James Dean, "vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver". En el fondo, me parece muy triste. Y como dijo el escritor José Carlos Somoza, "ninguna muerte es romántica, lo romántico es seguir vivos". Prefiero la historia de amor de los abuelitos que mueren juntos tras pasar juntos toda su vida, superando las dificultades y perseverando en su amor, que unos Jack y Rose de Titanic que sólo se aman tres días. Un poco como Alfonso XII, que muy desconsolado él, pero tras enviudar se puso en plan golfo a follarse a todo lo que se le pasaba por delante.

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  2. Puede ser que exista pesimismo. Es un poco "mira lo que pudo haber sido y cómo acabó"... pero sin ver el final que tenía más papeletas para ser real. A nadie le gustan las historias de amor en las que la pareja discute (excepto en la novela romántica, pero ya se sabe que si discuten es porque en el fondo se desean). La gente quiere amor a raudales, desesperadas manifestaciones del corazón, suspiros desgarradores y muertes prematuras (aunque en la novela rosa el final es siempre positivo y no muere nadie). Y mejor si los dos desdichados amantes mueren a la vez, porque si el otro vive va a ser un desgraciado toda su vida y nunca se repondrá (Moulin Rouge, por ejemplo). Esas son las historias que más calan en el imaginario colectivo. ¿Pesimistas? Sí, porque es muy triste que sólo consideremos como "amor verdadero" la pasión de la juventud; y no, porque creo que en el fondo nos damos cuenta de que esas parejas acabarían teniendo sus más y sus menos, como todo el mundo.

    Y sí, Alfonso XII fue un poco golfo en ese aspecto. Y eso sin mencionar que seguía viéndose con su amante, Elena Sanz, incluso estando casado con María de las Mercedes (Elena tuvo a su hijo cuando Alfonso estaba en plena luna de miel). Eso era lo normal en la época; nadie se lo iba a reprochar. ¿Quería menos a María de las Mercedes? No, pero bajo nuestro punto de vista parece algo inexcusable. La amante era para lo que era, pero la esposa era sagrada.

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    1. Ciertamente, muchas personas del siglo XIX (y cuanto más alta la clase, más arraigada la tendencia) disociaban el amor romántico + matrimonio del sexo. Supongo que por la famosa dicotomía entre la esposa (madre) y la amante (puta), no se podía "rebajar" a la virtuosa enamorada, a la que se agasajaba con ternuras y caticias, a que practicara el sexo placentero y animal que agradaba a los hombres, ya que sería manchar la inocencia de las mujeres con pasiones tan bajas e impropias de una esposa virtuosa. Hoy en día no lo entendemos, pero era así :-(

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    2. Sí, esa es otra forma de ver cómo era la realidad femenina en aquella época. La verdad es que, visto desde nuestros tiempos, parece una aberración el tener que anular de esa forma la sexualidad de un ser humano, y todo por pura mojigatería, por creencias erróneas que atentaban contra la naturaleza esencial de una persona (Benito Pérez Galdós era un férreo defensor del desarrollo de las pasiones humanas; en su 'Fortunata y Jacinta' se puede ver muy claramente su opinión al respecto).

      Lo que me gustaría saber es si también había hombres que sintieran remordimientos por ser aficionados a determinadas prácticas sexuales. Ya sé que para ellos era más fácil desfogarse recurriendo a los servicios de las prostitutas, pero quisiera saber si se han documentado casos de hombres atormentados por experimentar "demasiado" deseo sexual.

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